Como ya os hemos contado en alguna ocasión estuvimos a punto de convertirnos en unos auténticos expertos en el empleo de supercondensadores en la automoción. Después de estudiar el tema de la alimentación óptima de nuestros bólidos de carreras  (eléctricos y a escala, claro está) nos adelantamos a los planes de la Petrolera en más diez años. En lugar de baterías pensamos en utilizar supercondensadores más adecuados para conseguir potencias instantáneas que nos iban a venir bien para nuestras carreras… Al final, por un problema “político” (o más bien por el excesivo “ego” de algún Director)  no conseguimos sacar adelante aquél bonito proyecto …

En cualquier caso, el mundo se sigue moviendo y poco a poco, los avances tecnológicos en el joven campo de los supercondensadores está logrando convertir a algunos de ellos en sucedáneos perfectos de las baterías clásicas.

Por ejemplo, investigadores suizos se han valido de una impresora 3D disponible comercialmente para utilizar una serie de singulares «tintas» gelatinosas que constan esencialmente de nanofibras y otras nanoestructuras de celulosa, así como carbono en varias formas relativamente comunes, incluyendo grafito.

Para licuar todo esto, los investigadores utilizan glicerina, agua y dos tipos diferentes de alcohol. Además de una pizca de sal de mesa para la conductividad iónica.

Para construir un supercondensador funcional a partir de estos ingredientes, se necesitan cuatro capas, que salen de la impresora 3D una tras otra: un sustrato flexible, una capa conductora, el electrodo y, por último, el electrolito.

A continuación, el conjunto se dobla como un sándwich, con el electrolito en el centro.

El resultado es un dispositivo asombroso. Un supercondensador, de pequeño tamaño,  capaz de almacenar electricidad durante horas y que ya puede alimentar a un pequeño reloj digital.

Es capaz de soportar miles de ciclos de carga y descarga y años de almacenamiento, incluso a temperaturas bajo cero, y es resistente a la presión y los golpes.

Lo mejor de todo es que, cuando ya no se le necesita, basta con arrojarlo a la basura, sin necesidad de reciclaje, o incluso abandonarlo en el medio natural.

Al cabo de dos meses, el condensador se habrá descompuesto, dejando solo unas pocas partículas de carbono visibles.

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