El plan
Hará cosa así de un mes, comentando con un buen amigo sobre donde «invertir» un buen fin de semana en una zona con algo de montaña para poder disfrutar de la naturaleza, este me aconsejó que me acercara a Os Ancares.
Tras cruzar un par o tres de correos con el, consiguió ponerme los dientes largos. Básicamente tenía todo lo necesario para que pudiera disfrutar de un agradable fin de semana. Naturaleza exuberante, montañitas para poder hacer senderismo y disfrutar de agradables vistas, buena comida, alojamientos económicos sin renunciar a la calidad, y sobre todo, lo que más me llamó la atención, sin contaminación lumínica para poder disfrutar de una bonita noche estrellada.
Este amigo, como digo, me obsequió con un montón de información. Rutas, alojamiento, consejos sobre cómo llegar, consejos sobre cómo repartir el escaso tiempo que da de sí un fin de semana, mapas de la zona, etc.
Ahora soy yo el que quiero haceros partícipe de ese magnífico fin de semana que disfruté, y si disponéis de uno libre os sugiero que repitáis nuestra «hazaña».
Nuestra intención original pasaba por seleccionar un sábado que coincidiera con luna nueva (para tener la máxima oscuridad posible y disfrutar plenamente de las estrellas) y que el cielo estuviera lo más despejado posible. El sábado 27 de mayo cumplía perfectamente las dos premisas, pero desgraciadamente otro compromiso nos impedía ir. Lo pospusimos al fin de semana siguiente (3 y 4 de junio). La luna estaría en creciente, pero no debería molestar en demasía para disfrutar del firmamento plagadito de estrellas.
Tras verificar las previsiones meteorológicas (¡¡bien!!, todo parecía apuntar a cielos totalmente despejados), el jueves decidimos llamar para reservar alojamiento. Habían comenzado los preparativos de una manera definitiva. Tras los primeros momentos de pánico al pensar que podría no haber ya sitio y echar al traste nuestra ilusión, llamamos a la Cantina Mustallar
(que se encuentra en la localidad de Piornedo) para conocer lo que
depararía nuestro destino. Una voz femenina, con un claro acento Gallego, nos atendió la llamada de una forma dulce y amable. Le preguntamos sobre nuestras pretensiones (habitación doble con baño), y esta respondió que no había ningún problema. Nos dijo que tenía disponible una a 30€, otra a 32€ y por último otra a 37€. Nosotros, lógicamente le preguntamos… ¿qué diferencias hay entre ellas?, y nos comentó, simplemente que unas son más grandes que otras. Como nuestra idea no era vivir en ella, sino simplemente descansar nuestros cuerpos en unas condiciones aceptables de confort y limpieza, nos decidimos por la más barata. ¡¡Perfecto!!, todo iba encajando a la perfección.
Ese mismo jueves, y prácticamente todo el viernes lo pasé pensando en lo que haríamos el finde. Donde iríamos, que rutas haríamos, a que hora saldríamos, a que hora era previsible nuestra llegada, etc. Preparé los mapas para llevar, cargué las rutas en el Compe, saqué los perfiles de las etapas previstas. En lo que a estrellas se refiere, una querida amiga y compañera de trabajo se encargó de esos menesteres. Me buscó toda la información acerca de las estrellas y planetas visibles en la noche del sábado, así como la hora en la que se pondría la luna, porcentaje de visibilidad, satélites que se podrían ver con prismáticos, etc. (quizá demasiado para un neófito en el tema como yo, que lo máximo que pretende es tumbarse en la hierba y hablar de temas trascendentales tales como el infinito, la vida en otros planetas, los ovnis, y todas esas incógnitas filosóficas, mientras contemplo atónito ese mar de estrellas que inundan mis pupilas).
El viernes se me hizo tremendamente largo, pero por fin estábamos preparados para realizar nuestra ansiada y soñada excursión. Sólo deseábamos una cosa, que se desarrollara sin demasiados imprevistos.
El viaje
El sábado no demasiado temprano (serían las 8 de la mañana), nos pusimos en marcha. Tras tomar un café nos pusimos en carretera. Con la amena charla que llevábamos, se me fue el santo al cielo y no me percaté que estaba casi en reserva. Llegando al puerto de Manzanal, decidí desviarme de la A6 para repostar (no pensaba arriesgarme a quedarme sin Gasoil y que arruinara parte de la mañana). Eso supuso un «retraso» de una media hora, ya que como he dicho me tuve que desviar de la Autovía un par de kilómetros para llegar a la gasolinera, y aprovechamos a demás para tomar algo sólido, más que nada porque el desayuno se había limitado exclusivamente al ya citado cafetín (nótese que pongo «retraso» entrecomillado, pues yo cuando viajo no suelo marcarme una hora fija de llegada, suelo ir con mucha calma, y procuro disfrutar de los mismos haciendo visitas inesperadas a sitios inesperados; gracias a estas incursiones improvisadas he descubierto sitios encantadores en lugares inhóspitos).
A eso de las 10:40 de la mañana habíamos llegado a Becerreá (no teníamos por qué haber ido hasta allí, ya que nos podíamos haber desviado en Ponferrada e ir por el Puerto de Ancares, pero nos aconsejaron esa ruta para disfrutar del paisaje de la zona Gallega). Desde allí tan sólo nos quedaban a penas 45km. hasta Piornedo (nuestro pueblo de destino), con lo que pensábamos que a las 12h podríamos estar pateando ya por el campo (que ilusos)…
La idea es la siguiente, desde Becerreá te diriges a la cercana población de Liber, y de allí hay que dirigirse dirección San Román de Cervantes. Una vez en este pueblo ya es cuestión de seguir las indicaciones hasta Piornedo, pasando por unas cuantas pedanías tales como Degrada y Campa da Braña.
¡¡¡UNA HORA LARGA TARDAMOS EN RECORRER ESOS 45KM.!!!, pero que bonito, espectacular, impresionante… que paisaje. La
historia es que la distancia lineal es escasísima, pero tienes que ir bordeando todas las laderas de todas las montañas que forman el valle, y claro… en eso se tarda un montón, con las consiguientes curvas, y curvas, y más curvas. La velocidad media del recorrido no creo que superaran los 50Km/hora, pero lo disfruté como un chiquillo. Son de esas carreteras en las que el cuerpo te pide pitar (nótese, tocar el claxon) al tomar las curvas, debido a la estrechez del camino y a la posibilidad de que a la vuelta de la misma te toparas con un coche, o peor aún, un camión de frente. Sin embargo, creedme si os digo que ¡¡¡NO NOS CRUZAMOS CON NINGUNO!!!. Mientras avanzábamos por la sinuosa carretera, yo iba pensando los pobres repartidores de comida, bebidas y demás artículos de primera necesidad, lo que tenían que hacer para suministrar sus productos a estos recónditos lugares, y el sobre coste que les pudiera ocasionar a los clientes de dichos artículos (a este detalle volveremos más adelante en el relato).
Serían las 12 y algo de la mañana cuando por fin llegamos a Piornedo. Piornedo es una localidad muy pequeñita pero muy bien conservada y extraordinariamente limpia. Sus calles son de piedra (muy cuidadas). Se ve que se dedican en gran parte al turismo. Si en el pueblo hay 20 casas como muchísimo, existen que yo sepa 3 establecimientos rurales y un Hostal/Hotel de dos estrellas. A demás, hay que destacar la construcción típica que son las pallozas, que podéis contemplar en una de las siguientes foto (ambas cedidas por mi buen amigo Javier).
Poco nos costó encontrar nuestro hospedaje. A la puerta de la casa, una mujer joven nos daba la bienvenida. Estaba plácidamente sentada en un curioso banco junto al edificio (una casona de labranza muy bien arregladita, con un bar a pié de calle tal y como podéis ver en la foto inferior izquierda) a la sombrica de un árbol, ya que el sábado nos había amanecido totalmente despejado, sin una sola nube, y junio ya se hace notar con un calor bastante importante. Le preguntamos si habíamos llegado bien, si realmente era la Cantina Mustallar (una perogrullada, pues estaba escrito en un cartelón), a lo que amablemente respondió que sí, y entablamos la típica conversación de tenemos reservada una habitación bla bla bla.
Cogimos los bártulos y los dejamos en la habitación. No es la que se ve en la foto, era una habitación sin abuhardillar, pero suficientemente espaciosa, muy coquetona, y sobre todo, MUY LIMPIA. El baño no es demasiado grande, dispone de plato de ducha no de bañera, pero estaba impecable, impoluto diría yo. Nos enseñó así mismo una salita que tienen disponible en la zona abuhardillada (junto a la habitación que se ve en la foto) para poder ver la televisión, entretenerse con diversos juegos de mesa, o distraerse leyendo un poco con los libros que tienen allí mismo. Sabíamos que no usaríamos esa estancia, pero fue agradable verla, y utilizaríamos uno de los libros para cambiar el programa de una de nuestras rutas, pero no adelantemos acontecimientos.
Bueno, pues ya estábamos allí, todo iba a pedir de boca, quizá íbamos algo «retrasados», pero todo marchaba genial. El sitio era muy bonito, la habitación superaba con creces mi expectativa, hacía un día precioso, y teníamos todo lo necesario para iniciar nuestra primera ruta. Teníamos la comida, había una fuente justo en la puerta de la casa para llenar nuestros bidones, la ropa de montaña ya nos la habíamos puesto, y las chiruca estaban listas para recibir nuestras firmes zancadas.
Nuestro objetivo era, el sábado El Mostallar desde el propio
Piornedo, y el domingo El Cuiña desde el puerto de Ancares. Así que
tenía el vectorial de la zona, las ortofotos, y las rutas (provenientes
de un track que mi querido Javier tuvo la amabilidad de hacerme
llegar). Con la PDA en la mano, la última versión de Compe cargada, la
ruta en memoria y el GPS colocado estratégicamente en el copete de la
mochila, nos pusimos en marcha. Era la 1 de la tarde más o menos.
El camino comienza por un sendero muy cómodo a la vera
de la pequeña iglesia del pueblo. Es un tranquilo caminar en un entorno
muy agradable, lleno de verdes pastos y vaquitas que pastan a sus
anchas. Poco a poco se va, casi sin darse cuenta, ascendiendo por una
suave pendiente. Sólo en ciertos tramos se hace algo costoso, pero
apenas se nota debido a que mantienes tu mente ocupada disfrutando del
espléndido paisaje.
De repente te encuentras embutido dentro de un pequeño valle
formado, entre otros, por el pico do Agulleiro y Peña Longa y se
empieza un ligero descenso hasta alcanzar el Rio da Veiga Cimeira , que
hay que atravesar por un pequeño y rústico puentecito de madera (pero
que se puede pasar sin mayores problemas directamente por las piedras).
Desde ahí, el camino se pone un poquito más complicado. Aparecen
piedras por el camino, que hacen un tanto incómodo el tranquilo
“pasear” que se ha seguido hasta ahora, y el desnivel es algo mayor,
pero nada fuera de lo normal.
Las dificultades van desapareciendo, y en poco más de hora y media
llegamos a una hermosa campa donde se puede contemplar un antiguo
refugio de pastores medio derruido (La Cabaña del Extremeño), sitio este más que recomendable
para tumbarse en la hierba un ratico para recuperar algo del líquido
perdido, más si cabe, cuando son poco más de las 2 de la tarde y el
lorenzo aplaca con fuerza en nuestros cuerpos su intenso poder
calorífico.
Superando la pereza y la atracción que ejerce esa maravillosa y
fresquita hierba, nos volvemos a poner en marcha contemplando unas
violáceas laderas de monte, que reciben el mismo gracias a las flores
de un arbusto que tienen un color un tanto fucsia que cubren con
espesor toda la superficie de la misma. Es un espectáculo digno de ver.
Distraídos fijándonos en ese hipnotizable color, no nos vamos dando
cuenta de la subida que deberemos de superar. Seguimos rectos hasta
alcanzar una pala que une el Peña Longa con nuestro objetivo, el
Mostallar. Esta subidilla hasta el vértice de la misma ya empieza a
picar en nuestras piernas, pero se alcanza sin mayor dificultad. A
partir de aquí, la cosa ya sí que se complica. Se trata de ascender
esta pala de apenas 600 metros, pero con un desnivel de un 45% de media
(la más dura de todas las que existen en Os Ancares). El estrecho
senderito trascurre junto al borde de una especie de alambrada que
marca la división de las provincias de Lugo y León. Realmente esta
verja no está para marcar los límites divisorios entre Comunidades,
sino para que el ganado no se despeñe por el cortado que se puede
vislumbrar desde este vértice.
El ascenso de esta pala se hace largo, muy largo, pero pararse a
tomar aire y disfrutar de las magníficas vistas que se disfrutan desde
la misma hace que la superes casi sin darte cuenta. 20 minutos nos
costó a nosotros superarla, haciéndolo con mucha, mucha calma, pero al
fin alcanzamos la cima de nuestro objetivo inicial, el Mostallar.
Un típico hito de piedra nos da la bienvenida, coronado con un
palico de madera ensartado dentro del mismo. Recogemos una piedra cada
uno y hacemos crecer el hito depositando una nueva pieza en lo alto de
la torrecita. Medio escondido entre las piedrasnos encontramos un
pequeño botecito de plástico (de los típicos carretes de fotos de
35mm). Dentro de el, un escrito de unos montañeros que habían visitado
el pico y daban sus impresiones de la vista, el día, la paz espiritual
a la que invita el sitio, etc. Lo volvimos a cerrar y lo dejamos en su
sitio.
Es increíble, tras lo costoso de la subida, el contemplar esa
magnífica visión que nos ofrece ese rincón maravilloso de la
naturaleza. ¿Qué sitio mejor podría haber para sentarnos plácidamente
sobre un lechoso suelo lleno de hierba para disfrutar de unas merecidas
viandas?. Que paz, que sosiego, y que hambre madre mía…
De nuestras mochilas sacamos los manjares que habíamos preparado el
viernes. Se trataba de unas ensaladas enlatadas, una de pasta y otra
mejicana (muy recomendables, pues apetecen mucho en el campo y saben
fenomenal), un poquito de queso y un trozo de pan de una hogaza
gigantesca, que pesaba cerca de los dos quilos y nos había costado
2’50€. Lo habíamos “mercado”, curiosamente y por casualidad, justo
antes de salir del pueblo a un vendedor de estos ambulantes que van con
su “afragoneta” de pueblo en pueblo llena de productos de primera
necesidad, como pan, yogures, refrescos, etc. ¿os acordáis de lo que os
dije al principio del pobre viajante que debería recorrer estas
carreteras llevando su mercancía?, pues aquí hay uno de los ejemplos.
Podréis pensar que 2’50€ puede ser algo caro por una hogaza de pan,
pero es que no os podéis imaginar el tamaño de la misma. Era del
tamaño, de al menos, dos veces la cabeza de Òscar, y eso es mucho…
Nos supo a gloria, y más teniendo en cuenta las vistas de nuestro
improvisado restaurante. Cerca de la hora estuvimos disfrutando de la
dilatada comida y del espectáculo visual que nos ofrecía este pico.
Una vez alimentado nuestro estómago y nuestro espíritu, decidimos no
volver por el mismo sitio, sino avanzar por el cordal que une este pico
con los siguientes dirección suroeste. Se inicia un corto descenso y se
bordea un saliente rocoso para volver a recuperar la altura y alcanzar
sin mayores dificultades el cercano pico de Lagos. En el, otro hito
(esta vez mucho más alto) se nos presenta grandioso. Repetimos el
“rito” de poner, cada uno de nosotros, una piedra más sobre el mismo,
pero la ilusión ya no es tanta como la del anterior, pues lo que nos
costó subir a este último fue muy poco.
Haciéndonos las típicas fotos, descubrimos un montoncito de piedras
a 5 metros del hito. De debajo de las mismas salía un extraño reflejo.
Nos acercamos con precaución, apartamos la que coronaba este conjunto
de roquitas artificialmente colocadas, y descubrimos con asombro un
belén. Si, si… lo que leéis… un Belén. Junto al mismo, otro botecito de
los de carrete fotográfico escondía una moneda de dos euros .
Lo volvimos a dejar todo tal y como estaba (moneda incluida) y
seguimos avanzando por el cordal, esta vez dirección noreste, hasta
alcanzar un ramal de senda que nos conduciría hacia un manantial que
está justo en la explanada formada por este conjunto de montañas a los
pies de las mismas. Allí pensábamos rellenar nuestros bidones, ya que
sólo habíamos llevado 2 litros pues conocíamos de antemano la
existencia del mismo. Fue muy buena idea, ya que la bajada se realizó
muy cómoda, y nuestras rodillas seguramente lo agradecieron.
Sin embargo, magra fortuna (como reza una de las cantatas de Don
Rodrigo de Les Luthiers). Al llegar a ella, vimos que el agua, pese a
estar muy limpia, tenía alguna babilla espumosa (seguramente del ganado
vacuno que habita dichas praderas), y nos dio miedo tomar agua de allí,
sobre todo teniendo en cuenta el mal de ojo echado por Tolgalen, el
cual, cito textualmente, dijo “Cabronazo, ojala bebas agua de ciertos sitios que me conozco y no pienso decirte y te pases una semana ”.
Bueno, aún nos quedaba medio bidón, así que tocaba apretar los
dientes y a ahorrar lo máximo posible. Total, el camino de vuelta era
totalmente de bajada.
Tras bordear las charcas que en dicha explanada se forman,
alcanzamos nuevamente el ancho, cómodo y tranquilo camino principal que
nos devolvería nuevamente a Piornedo. En la vuelta, repetimos la escena
de descansar junto a la cabaña de pastores abandonada, y es que esa
hierbecita fresca parecía que nos gritaba “tumbaaaaaroooos…
tumbaaaaarooooos…”, y claro, le tuvimos que hacer caso… 😉
Eran cerca de las 8 de la tarde, y aún estábamos de paseo por el
campo, y ya no nos quedaba ni gota de agua. Pasábamos junto a las
vaquitas, que las veíamos disfrutar de sus verdes pastos, y viendo como
ellas bebían despreocupadas de los innumerables arroyuelos, y nosotros
totalmente sedientos, soñando con llegar a la Cantina y tomar una
Coca-Cola fresquita, como la de los anuncios, esas que tienen el
cristal todo empañado por la diferencia de temperatura… Yo me imaginaba
que nos costaría una pasta, llevar un refresco hasta ese pueblo debe
ser caro de cojones, pero me daba igual, serían los 2€ mejor invertidos
del fin de semana (un cálculo que estimaba yo).
Ya vislumbrábamos el pueblo, y nuestras bocas rezumaban sed.
Bromeábamos con la malévola idea de imaginar que tuviéramos que volver
nuevamente el camino andado por cualquier absurdo motivo. En esos
momentos de cansancio, esas cosas no hay que pensarlas ni en broma.
Entre broma y broma por fin llegamos a la fuente y no nos resistimos ni
un instante a saciar nuestra sed. ¡¡Aleluya!!, aguita fresquita, que
rica.
Tras saciar nuestro primer impulso, no nos resistimos y quisimos
hacer realidad nuestro sueño de disfrutar de una buena Coca-colita
fresquita. Avanzamos hasta la cantina y allí estaba nuestra anfitriona
Gallega. Le pedimos los refrescos, y tras charlar un ratico con ella,
salimos a degustarlas en el banco de piedra que hay a la puerta del
bar, justo debajo de un árbol que nos ofrecía su fresca sombra. Creedme
si os digo que la disfruté como pocas veces he podido disfrutar este
refresco típicamente americano, y cumplía ampliamente con las
expectativas que habíamos creado mientras andábamos por el camino de
vuelta bajo el abrasador sol. La botella estaba empañada, el líquido
fresco, estábamos en buena compañía y bajo una buena sombra, con una
amena charla sobre lo acontecido durante el día y otro tipo de sandeces
varias, ¿qué más se podía pedir?…
Llegó el momento de discernir la incógnita del precio. Esos cálculos
mentales que nos habíamos hecho, basados sin duda en el cómo el
conductor del camión de Coca-Cola lo debe pasar para alcanzar estas
poblaciones, y cuanto sobrecoste podría suponer esto para los clientes.
Así que sin más dilación le preguntamos ¿qué te damos?, a lo que ella responde con voz serena, 1’20€ por refresco.
Me quedé de piedra, atónito… ¿cómo es posible que sea más barata que en
mi ciudad, donde en el sitio más barato me cascan 1’75€?. Para mí era
inexplicable, irreal, absurdo incluso. Deduje por tanto, que en
nuestras ciudades nos engañan continuamente. Estos pensamientos tan
trascendentales en mi economía diaria sellaron con un broche memorable
una jornada irrepetible.
La llegada de la noche
Gracias a su situación tan al oeste, en estos parajes podemos
disfrutar de un atardecer más tardío que en el centro de la península.
Por tanto, el anochecer en estas jornadas de junio se produce por
encima de las 22:30h. Habíamos saciado nuestra sed, y era momento de
dar descanso a nuestros pies, así como refrescar nuestra reseca piel.
Nos dimos nuestra merecida ducha, acariciamos nuestros cuerpos con
untuosa crema de esas para después del sol, y nos cambiamos de ropa.
Hicimos un poco el vago, todo sea dicho, tumbados en la cama viendo un
poco el programa ese de magia que hay los sábados por la tarde/noche en
uno de los canales estos nuevos de televisión, mientras hacíamos un
poco más de hambre, y no es que hiciera mucha falta, pero bueno, por
que tuviéramos aún más no pasaba nada, más comeríamos, ¿no? (típica
frase de orco).
Poco aguantamos esperando a que nos entrara el hambre, y a eso de
las 10 decidimos bajar, en principio con la idea de dar primero un
paseo por el pueblo. Según bajamos, la abuela de la familia (que es la
jefa de cocina) nos preguntó si bajábamos a cenar. Nuestras miradas se
tornaron desde la puerta (hacia donde pensábamos ir) hacia el comedor,
y al unísono, como si estuvieramos conectados telepáticamente
contestamos a todos a la vez, “¡¡Si, si!!, cenamos ya” (a
tomar por culo el paseo por el pueblo, de todas formas, ¿a quién le
importaba ver lo que ya habíamos visto antes con el hambre que
teníamos?).
Nos acomodó en un sobrio, pero cuco, comedor. Mesas de madera,
paredes de piedra, y platillos con simbologías celtas nos recordaban
que esto ya pertenecía a Galicia. La abuela, que sólo hablaba en
gallego, nos “cantó” el menú. De primero teníamos o ensalada de pasta
(mala idea, era lo que habíamos comido) o caldiño gallego… Uuummm… con
lo que me gusta… Todos pedimos lo mismo, “caldo’ pa todos”
entonamos nuevamente al unísono, cual grito de guerra. De segundo nos
ofrecía huevos fritos con chorizo y patatas, lomo, y no sé cuantas
cosas más. Yo le dije, “yo con un filetito y unas patatitas voy servido”,
idea que pareció gustar al resto de comensales, pues todos volvieron a
estar en consenso conmigo y pedimos nuevamente lo mismo.
Tras haber degustado un par de vasos de vino tinto, aparecía nuestra
entrañable abuela con el pote de caldo. ¡¡JODER QUE PINTA!!, como olía
aquello. Ya cuando llegamos por la mañana, ese mismo olor inundaba la
casa, de hecho, ya comentamos y bromeamos con la señora antes de
marchar a nuestra ruta, el magnífico olor que desprendía la cocina a
caldo. Tímidamente me serví el primer plato de caldo, al cual seguirían
otros dos más. En total, tres peazo platos de caldo que el “menda” que
aquí escribe, se metió entre pecho y espalda. Que rico, que untuosidad
tenía ese caldo, con esas patatitas tan suaves, esas patatitas gallegas
que no las hay en ningún otro lado. Las hojas de los grelos eran
inmensas, verdes oscuras, y tan suaves que no se notaban para nada las
hebras. Los “alubiones” parecían no tener pellejo, y eran tan grandes
como los famosos de la Granja. Allí me encontraba yo, delante de ese
magnífico plato de comida que tanto le gustaba a mi Padre, y que este
comía a diario cuando, siendo yo chico, íbamos a pasar el verano a
Bordons. Está claro que mi afición por el caldo viene, sin lugar a
dudas, de Él. (La foto del caldo gallego está extraida de la web www.lareira.net)
Tras rebañar completamente el pote y dejarlo más seco que la mojama
(mis contertulios no se quedaron a tras, y el que menos caldo tomó
fueron dos platos), la señora nos cambió este por una bandeja llena de
unos filetes de ternera blanca, de esos que se salen del plato, y con
un montón de patatitas doraditas, tan bonitas que dan pena hasta
mirarlas…
Me parecía imposible que pudiera comer tanto, pero ahí estaba yo,
sin miedo, dándole “chicharreta” a ese filetón que me decía tiernamente
al oído “comemé, cooooómemeeeee…”, así que para no hacerle un feo, le hice caso y di buena cuenta de el. Me costó bastante tiempo, pero calló, el jodío calló…
La carne estaba tierna, tiernísima diría yo, y con un sabor tan
intenso que no recordaba ya el tiempo que hacía que no probaba cosa
igual. Volví a pensar lo de antes, en las ciudades nos engañan a
diario. Que mierdas de filetes comemos en las urbes, dan ganas de
prepararse el macuto e irse a vivir a sitios como este (de los que ya
quedan pocos).
Casi una hora estuvimos engullendo estos manjares. Aún nos ofrecían
postre, pero no dábamos para más, tuvimos que renunciar al órdago, y lo
dejamos en un cafetito con leche para rematar tan deliciosa cena.
Con los estómagos llenos subimos a la habitación a coger los
prismáticos y la linterna (ya que sabíamos con antelación que en este
pueblo no hay ni una sola farola), y nos dirigimos a la calle en busca
de nuestra ansiada noche estrellada. La suerte nos sonreía, no había
una sola nube, y la temperatura era muy agradable.
Según bajamos, la abuela estaba cerrando la puerta. Le explicamos
nuestra intención de ver las estrellas, y muy amablemente nos indicó
que no había problema, que dejaría la puerta abierta, y que cuando
volviéramos teníamos que cerrar un par de llaves y apagar una luz. Tras
recibir las pertinentes instrucciones, nos fuimos a pasear por la
oscuridad de la noche, tan sólo alumbrada por la mitad de la luna y
nuestro pequeño farolito.
Al salir, un hermosote perro negro nos recibió con unos cariñosos
lametazos. Debido a una mordedura que recibí hace cosa así de un año en
Monte Santiago, les he cogido un pánico terrible a los perros, y este
era grande, bastante grande. Sin embargo, pronto vimos que era
inofensivo, y aunque me mordió en el culete, fue jugando. Nos acompañó
toda la jornada, y en cierto modo sentíamos alivio al contar con el, ya
que nos defendería, o al menos avisaría, de lo que pudiera presentarse.
Tras sopesar varios posibles sitios donde establec
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