Aunque a menudo pasa desapercibido, el chicle es uno de los residuos urbanos más persistentes y problemáticos del mundo. Cada año se mastican y desechan millones de toneladas de chicles, muchos de los cuales acaban pegados en aceras, bancos públicos o bajo pupitres escolares. Pero más allá de lo molesto que puede resultar pisarlo, su impacto va mucho más allá de lo estético o higiénico. La base del chicle moderno está compuesta por polímeros sintéticos que no se degradan de forma natural, es decir, son una forma de plástico persistente. Según diversas estimaciones, hasta el 90% de los chicles no se depositan correctamente en papeleras, y limpiar cada unidad de chicle pegado puede costar a los ayuntamientos más de 1 euro por unidad.

Además, investigaciones recientes han demostrado que al masticar este tipo de producto se liberan microplásticos, partículas minúsculas que pueden terminar en nuestro sistema digestivo. Sin embargo, ya existen alternativas más sostenibles y biodegradables que permiten disfrutar del hábito de masticar sin perjudicar al medio ambiente ni a la salud. Este artículo examina a fondo los efectos del chicle en el entorno urbano y natural, sus riesgos para la salud y las opciones emergentes que abogan por un consumo más responsable.

El chicle moderno: de la goma natural al plástico industrial

El chicle, tal y como lo conocemos hoy, tiene poco que ver con su versión ancestral. Originalmente se obtenía del chicle, una resina natural extraída del árbol del chicozapote (Manilkara zapota), usado por los mayas y aztecas. Este producto era biodegradable y relativamente fácil de descomponer. Sin embargo, con la industrialización y la expansión del consumo masivo, las grandes marcas sustituyeron esta base natural por materiales más baratos y duraderos: los polímeros sintéticos.

Actualmente, la mayoría de los chicles contienen elastómeros (como el polietileno o el polivinil acetato), resinas, ceras, plastificantes y antioxidantes. Estos componentes son similares a los que se emplean en la fabricación de neumáticos, adhesivos industriales y envases plásticos. En otras palabras, masticar chicle es casi como masticar plástico.

Este cambio ha convertido al chicle en un producto no biodegradable. Su descomposición puede tardar entre 20 y 500 años, dependiendo de las condiciones ambientales. Además, su composición química impide que se integre en los ciclos naturales del carbono o del agua, quedando como residuo persistente tanto en entornos urbanos como en ecosistemas naturales.

Un problema global que cuesta millones

El impacto del chicle en el entorno urbano es más evidente en las calles de las ciudades. Basta con mirar una acera para ver decenas —en algunos casos, cientos— de manchas negras adheridas al pavimento. Estas marcas son chicles desechados que han sido aplastados y manchados con el paso del tiempo y el tránsito peatonal.

En ciudades como Londres, se estima que retirar un solo chicle cuesta entre 1 y 1,5 libras esterlinas, mientras que su precio de venta puede rondar los 5 céntimos. En Madrid, los servicios de limpieza urbana destinan equipos especiales con máquinas de vapor a presión para eliminarlos del suelo, una tarea lenta y costosa.

Según la organización Just One Ocean, se generan unas 105.000 toneladas de chicle al año a nivel mundial. Si un 80% de ese total acaba mal desechado, estaríamos hablando de más de 84.000 toneladas de basura plástica dispersa por todo el mundo en forma de pequeñas manchas pegajosas. Esta cifra convierte al chicle en uno de los residuos plásticos de menor visibilidad, pero más extendidos.

El chicle también contamina por dentro: microplásticos en la boca

Uno de los hallazgos más preocupantes de los últimos años es que el chicle también representa un riesgo para la salud humana. Un estudio reciente presentado en la American Chemical Society demostró que, al masticar ciertos tipos de chicle, se liberan partículas de microplástico que pueden ser ingeridas. Los investigadores encontraron entre 96 y 104 partículas por unidad de chicle, e incluso picos de hasta 637 partículas por gramo en algunas marcas.

Estos microplásticos, invisibles al ojo humano, pueden acumularse en el organismo y han sido detectados ya en tejidos como el hígado, los pulmones, la placenta e incluso el cerebro. Aunque los efectos exactos a largo plazo aún se están estudiando, ya existen indicios de que podrían estar relacionados con inflamaciones crónicas, alteraciones endocrinas y daño celular.

La vía de entrada oral, es decir, masticar y tragar microplásticos a través del chicle, representa una de las formas más directas de exposición. Si bien aún no existen regulaciones específicas sobre este fenómeno, la evidencia científica está creciendo y presiona para que se tomen medidas al respecto.

Biodegradable y natural: el regreso del chicle vegetal

Frente a este panorama poco alentador, han surgido alternativas más responsables. Algunas marcas han vuelto a utilizar chicle natural como base para sus productos. Este material, extraído del árbol de sapodilla, es completamente biodegradable y libre de plásticos industriales. Además, no requiere aditivos tóxicos para conservar su elasticidad.

Entre estas marcas destacan True Gum (Dinamarca), Simply Gum (EE. UU.) o Chicza (México). Todas ellas apuestan por ingredientes naturales como azúcar de caña, aromas naturales y extractos vegetales, eliminando así colorantes artificiales, saborizantes químicos y plásticos sintéticos.

El precio de estos chicles suele ser más alto que el convencional —una caja puede costar entre 2 y 4 euros— pero su impacto ambiental es muy inferior. Además, su producción a menudo se asocia con modelos de comercio justo que benefician a comunidades indígenas productoras de chicle natural en Centroamérica.

Proyectos de reciclaje: convertir chicles usados en objetos útiles

Otra vía interesante es la del reciclaje. Aunque los chicles sintéticos no son fáciles de tratar, algunas iniciativas han comenzado a recolectarlos y transformarlos en productos nuevos. Una de las más destacadas es Gumdrop, una empresa británica que ha desarrollado contenedores especiales para recoger chicles usados en universidades, estaciones y oficinas.

Estos residuos se procesan para fabricar un polímero denominado Gum-Tec, que puede emplearse en la elaboración de objetos cotidianos como fundas de móvil, peines, botas o incluso suelas de zapatos. Esta solución, aunque aún limitada en escala, demuestra que existen formas de cerrar el ciclo de vida de este residuo tan particular.

Otra ventaja del reciclaje del chicle es que puede generar conciencia ciudadana sobre el problema y fomentar una cultura de residuos cero, especialmente en espacios educativos o zonas de alto tránsito.

¿Qué podemos hacer como consumidores?

Aunque el problema tiene una dimensión global, existen varias acciones individuales que pueden contribuir a reducir el impacto del chicle:

  • Elegir chicles con base natural y sin plásticos.

  • Desechar el chicle correctamente, nunca en la vía pública.

  • Apoyar marcas que trabajan con comercio justo y producción sostenible.

  • Evitar productos con envases innecesarios o con ingredientes artificiales.

  • Difundir información sobre el problema para generar conciencia colectiva.

Además, sería deseable que las autoridades implementen normativas que obliguen a las empresas a etiquetar claramente los componentes plásticos del chicle, algo que actualmente no es obligatorio en la mayoría de países.

Conclusión: un cambio masticado a masticado

El chicle es un producto pequeño, pero su impacto es desproporcionadamente grande. Su base sintética convierte a cada unidad desechada en un residuo casi permanente, y su composición libera microplásticos que pueden afectar a la salud humana. No obstante, las soluciones existen: desde el regreso a los ingredientes naturales hasta el reciclaje innovador, pasando por una mejor gestión de residuos.

Adoptar estas opciones no requiere cambiar radicalmente nuestros hábitos, sino simplemente hacer elecciones más informadas. Masticar un chicle sostenible puede parecer un acto insignificante, pero en realidad representa una toma de postura consciente frente al consumo desmedido de plásticos. Cada gesto cuenta, y en el caso del chicle, literalmente paso a paso.

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