El cielo sobre nuestras cabezas hace mucho que dejó de ser un vacío inmaculado. Hoy, la órbita baja terrestre está tan llena de escombros — satélites inactivos, etapas de cohetes, fragmentos de misiones antiguas y pequeños restos de colisiones — que la propia infraestructura espacial corre el riesgo de quedar inutilizable. Un reciente artículo de The Brighter Side of World News apunta que estamos ante un problema creciente, pero que podría afrontarse con métodos de limpieza orbital. Este texto aborda el alcance del problema, algunos datos técnicos sobre la magnitud del mismo y las iniciativas que consideran viable limpiar la órbita: no solo por seguridad, sino por rentabilidad.

¿Qué es la “basura espacial”?

Cuando hablamos de basura espacial nos referimos a todos esos objetos fabricados por el ser humano que siguen orbitando la Tierra pero ya no cumplen función alguna: satélites fuera de servicio, etapas de cohetes abandonadas, piezas sueltas, tornillos, fragmentos varios, incluso restos minúsculos de pintura o herramientas descartadas.

Según datos recientes de European Space Agency (ESA), en la orbita terrestre hay catalogados unos 43 510 objetos rastreados. Space Debris User Portal Pero esta cifra representa solo una parte del total estimado: los cálculos basados en modelos sugieren que habría unas 54 000 objetos de más de 10 cm y alrededor de 1,2 millones entre 1 cm y 10 cm, mientras que los fragmentos de entre 1 mm y 1 cm podrían alcanzar los 140 millones.

La mayoría de estos restos orbitan por debajo de los 2.000 km de altura, en lo que se conoce como “órbita baja terrestre” (LEO, por sus siglas en inglés), un espacio donde también hay muchos de los satélites activos que usamos hoy en día.

El peligro real reside en la velocidad. Los objetos en órbita pueden moverse a más de 25 200 km/h, lo que significa que incluso un fragmento pequeño puede golpear a un satélite activo con fuerza suficiente para atravesarlo, dañar paneles solares, sensores o comprometer la misión completa.

Un ejemplo paradigmático ocurrió en 2009: una colisión entre dos satélites — uno ruso desactivado y otro activo de comunicaciones— provocó una nube de miles de fragmentos que aún hoy incrementan el riesgo de nuevos choques.

¿Qué implicaciones tiene seguir ignorando el problema?

La acumulación de basura espacial no es inofensiva: hay costes directos e indirectos. Por un lado, cuando los operadores de satélites detectan riesgo de colisión, deben alterar la trayectoria de sus naves, usar combustible extra para maniobras evasivas o incluso abortar misiones. Por otro, una colisión puede generar miles de fragmentos nuevos: se estima que un solo accidente puede producir hasta unos 3.000 fragmentos que persisten en órbita durante décadas o siglos.

Estos fragmentos incrementan la posibilidad de futuros choques, lo que eleva aún más los costes de vigilancia, maniobra y reparación. En un estudio citado por The Brighter Side los investigadores cuantifican estos impactos: alertas habituales pueden costar cientos de dólares, mientras que la pérdida de un satélite puede suponer pérdidas de cientos de millones de dólares.

Además, los restos no se limitan a orbitales: cuando objetos inactivos reentran en la atmósfera, sus materiales se queman y liberan partículas que caen sobre la estratosfera, con potencial impacto ambiental.

Si no se hace nada, el riesgo es que la órbita baja terrestre termine siendo prácticamente inutilizable — no solo para satélites de telecomunicaciones o observación, sino también para futuras misiones científicas o tripuladas.

¿Qué proponen hacer los científicos? Una limpieza orbital como opción real

Ya hay estudios que analizan si “limpiar el cielo” puede salir rentable, no solo como gesto altruista, sino como negocio. Más allá de medidas pasivas (como diseñar satélites que se desorbiten por sí mismos tras su misión), se evalúan tecnologías activas: satélites especializados en capturar basura — mediante redes, brazos robóticos, velas atmosféricas o grúas orbitales — para luego dirigirla hacia la reentrada y destrucción. En un análisis reciente, un equipo comparó tres métodos principales:

  • reentrada sin control (dejar que la atmósfera degrade la órbita hasta provocar caída) — es la opción más barata pero con reentrada imprevisible;

  • reentrada controlada — requiere combustible adicional y planificación, pero permite guiar residuos a zonas seguras;

  • reciclaje en órbita — recuperar materiales valiosos (como aluminio) para fabricar nuevos satélites, evitando el coste de lanzamiento desde Tierra. El coste de lanzar un kilogramo al espacio ronda los 1.500 dólares, por lo que reutilizar materiales sería una ventaja económica considerable.

Según ese estudio, limpiando tan solo los 50 objetos más peligrosos — es decir, aquellos con más probabilidades de provocar un choque grave — los beneficios económicos pueden superar los costes, gracias al ahorro en maniobras evasivas, fallos y reemplazo de satélites perdidos.

Así, la limpieza espacial deja de ser una mera aspiración para convertirse en una solución realmente factible desde un punto de vista técnico y económico.

Reflexiones adicionales

La acumulación continua de basura orbital plantea una disyuntiva clara: o aceptamos un entorno espacial cada vez más saturado y peligroso, limitando nuestra capacidad de exploración y uso de satélites, o actuamos para revertir parte del daño ya causado.

Las cifras — centenares de miles, millones, incluso decenas o cientos de millones de fragmentos — no son exageraciones: son el reflejo de décadas de actividad espacial sin un plan de desechos. Los métodos de limpieza hoy contemplados podrían marcar el comienzo de una gestión más sostenible de la órbita terrestre.

Es importante también destacar que esta no es únicamente una responsabilidad de agencias estatales como ESA o NASA, sino — cada vez más — del sector privado que lanza satélites, planea mega-constelaciones o despliega misiones comerciales. Que la limpieza sea rentable y esté integrada en el modelo de negocio puede ser la clave.

Finalmente, limpiar el espacio no sólo protege satélites o estaciones espaciales: protege experimentos, misiones científicas, sistemas de telecomunicaciones y, en última instancia, nuestra comunicación, navegación, observación terrestre y más.

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