Una estudiante de doctorado de la University of California, Irvine (UCI) desarrolló por casualidad un prototipo de batería recargable basado en nanocables de oro recubiertos con dióxido de manganeso y un gel electrolito similar al plexiglás. Tras realizar hasta 200.000 ciclos de carga en apenas tres meses sin una pérdida apreciable de capacidad (≈ 5 %), los investigadores estiman que, de mantenerse su rendimiento, la batería podría funcionar durante hasta 400 años. Este avance, aunque aún teórico e incipiente, plantea un cambio radical en la durabilidad de dispositivos: portátiles, teléfonos o incluso aplicaciones más exigentes podrían abandonar las baterías tradicionales de iones de litio, con sólo 300–500 ciclos útiles típicos.
Un hallazgo inesperado en el laboratorio
Los científicos de la UCI estaban explorando el uso de nanocables en el desarrollo de baterías, conscientes de que esos filamentos —muy delgados, miles de veces menores que el grosor de un cabello humano— ofrecían un perfil prometedor para almacenar carga. El problema clásico: tras repetidos ciclos de carga/descarga, esos nanocables se agrietaban o rompían, lo que degradaba rápidamente la batería.
Sin embargo, en 2016 la estudiante de doctorado Mya Le Thai decidió recubrir unos nanocables de oro con dióxido de manganeso, y sumergirlos en un gel electrolito sólido —una mezcla parecida al plexiglás— en lugar de un electrolito líquido. Comenzó a realizar ciclos de carga completos —llenar la batería, descargarla al máximo y volver a cargarla— y quedó sorprendida: tras 10.000, luego 30.000 ciclos… la batería funcionaba igual. Con el tiempo, el dispositivo alcanzó los 200.000 ciclos en apenas tres meses con una pérdida de capacidad mínima (~5 %).
Para ponerlo en contexto: una batería convencional de portátil o smartphone suele empezar a degradarse tras apenas 300–500 ciclos, lo que supone normalmente una vida útil de entre 2 y 3 años, dependiendo del uso. Si la nueva batería mantuviera sus prestaciones constantes, proporcionalmente superaría esa vida útil por unas cuatro décadas, alcanzando algo cercano a los 400 años.
¿Qué hay realmente detrás del rendimiento prolongado?
Desde el punto de vista técnico, el éxito radica en la combinación de varios factores estructurales y materiales.
Por un lado, los nanocables de oro ofrecen un camino conductor extremadamente fino donde se puede almacenar y transportar carga eléctrica, con una geometría interna favorable para mayor densidad de carga. Tradicionalmente, el uso de nanocables en baterías fracasaba por su fragilidad: la repetición de ciclos de carga generaba tensiones mecánicas en la estructura, provocando rupturas internas.
La clave de Mya Le Thai fue recubrir esos nanocables con dióxido de manganeso y encapsularlos en un gel electrolito sólido. El recubrimiento mecánicamente refuerza los filamentos, mientras que el gel electrolito proporciona un medio estable y seguro para transportar iones eléctricos sin los inconvenientes de los electrolitos líquidos —que en baterías convencionales aumentan riesgos de inflamabilidad y degradación térmica.
En pruebas de laboratorio, este prototipo mostró que los contactos internos y el sistema de electrodos resistían tensiones de carga repetidas sin degradarse significativamente. Las mediciones indicaron una caída de capacidad de apenas un 5 % tras 200.000 ciclos —una cifra casi simbólica frente al desgaste normal de baterías tradicionales—.
Limitaciones actuales y camino hacia la realidad comercial
A pesar del enorme potencial, este desarrollo aún está lejos de ser una solución lista para el mercado. Primero, la composición original utiliza nanocables de oro: dado el coste del oro, producir baterías a escala comercial resultaría prohibitivamente caro. El equipo investigador ya ha señalado que un metal más barato —como el níquel— podría ser una alternativa para futuras versiones, aunque no está claro si mantendría los mismos rendimientos.
Además, aunque la batería ha soportado cientos de miles de ciclos en laboratorio, no hay garantía de que esa estabilidad se mantenga cuando se diseñen celdas de mayor capacidad, con voltajes y corrientes adecuados para dispositivos reales como portátiles, smartphones o vehículos eléctricos. Por ahora, la prueba se ha realizado en condiciones controladas de laboratorio, no en dispositivos de uso cotidiano.
A esto se añade la incertidumbre sobre el mecanismo exacto que permite esa durabilidad: los investigadores mismos admiten que aún no comprenden completamente por qué el recubrimiento y el gel electrolito funcionan tan bien. Esta falta de comprensión limita la replicabilidad y la optimización del sistema.
Por último, la transición desde un prototipo experimental a una producción industrial implica desafíos de escalado, coste, seguridad, regulación y procesos de fabricación complejos, que podrían demorar aún varios años hasta que veamos algo parecido a esta batería en productos de consumo.
Reflexiones sobre el impacto potencial
Si alguna vez se logra llevar esta tecnología al mercado, las implicaciones serían profundas. Dispositivos como portátiles, teléfonos, herramientas inalámbricas o incluso vehículos eléctricos podrían reducir drásticamente su dependencia de recambios de batería, alargando su vida útil de décadas —o incluso siglos—. El consumo de materias primas (litio, cobalto, níquel, etc.) podría disminuir, al igual que la generación de residuos electrónicos, con un importante beneficio medioambiental.
Además, con baterías tan longevas, sistemas de almacenamiento de energía para renovables, instalaciones remotas, sensores IoT de larga vida, satélites o infraestructuras críticas podrían funcionar durante mucho más tiempo sin mantenimiento, reduciendo costes operativos y aumentando fiabilidad.
Dicho esto, la barrera económica del oro (o el posible sustituto que funcione igual de bien) y los retos técnicos del escalado no deben subestimarse. No estamos ante una panacea inmediata, pero sí ante una vía prometedora que podría redefinir totalmente nuestra forma de entender el consumo energético portátil.
Conclusión
El prototipo desarrollado en la UCI representa un ejemplo fascinante de cómo, incluso por accidente, puede emerger una innovación con potencial disruptivo. Una batería capaz de soportar 200.000 ciclos con mínima degradación cuestiona los límites actuales de autonomía y durabilidad. A día de hoy, sus ventajas son puramente académicas: hacerla comercial viable requerirá resolver importantes retos técnicos y económicos. Sin embargo, la posibilidad de baterías prácticamente “eternas” ya no pertenece al terreno de la ciencia ficción, sino al de la investigación seria.
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